Hilos de la esperanza, que se cortan. Marea incólume que borra los pasos. Sinsabor de unos ojos iguales que registran el brillo de los cuerpos, que se hunden de pronto, para siempre. Tiempo para reír, para llorar: partiste, y nada se detuvo, y todo morirá, y ya todo es otoño, y gris, y dulce herida.
Estoy odiando. Luego se limpiará la mente y veré cómo pasan las nubes. El olvido que trae el sueño acerca al presente, sus frutos, pero el odio que ahora me consume también es eterno. Dijiste que nada es importante, que nada dura. (El odio me rebaja a tratar con voces que la noche del insomnio masculla, obcecada, pueril.)
Anestesiado, rota ya la mirada --¡sangre que gritan las paredes!--, te induce el monitor al quietismo: produce, como metralla, informes del horror cotidiano, y finalmente es como si lloviera, lloviera... Porque no llorarás ni marcharás, acaba de fallecer el último rincón de tu empatía y despedís sus restos con pulcros heptasílabos.
Objetos en la mesa. Mapa que, desbordante, señaliza los pasos que este domingo diste. Acomodar. Mandala que hacés y deshacés, así te traza el tiempo, así te borrará.
Me decís que oís voces poco antes de dormirte, y también que ves números y formas. Como yo. Ya pasaron. Tu cuerpo respira dócilmente y su tibieza luce como una luna nueva. Tuviste una jornada bastante movidita. Máscaras del cansancio, fugitivo aquelarre.
"Cavamos una fosa", murmuraste, "al hablar con los demás". (No había nadie más en la pieza.) "Y en ella nos perdemos y nos toman por otro". (Pero vas a volver, como siempre, al amor y al odio, soberanos.)